jueves, 1 de enero de 2009

El relato de De Leon: las estrellas mágicas

Sucedió unos treinta años antes de la Gran Crisis Energética -dijo el marinero De Leon-. Me había embarcado en la Tintorera, la astronave de García Meza el tiburón. El capitán, que en tierra había sido un gran exterminador de indios, en vista de que ya no quedaban grandes reinos que conquistar, se había lanzado al espacio. Había comprado con los frutos de años de saqueo una astronave de guerra. Con ella García asaltaba a los astromercantes, les robaba, mataba a sus hombres y dejaba en el espacio una larga estela de cadáveres. Le gustaba la sangre, era terrorífico, como una especie de ogro con bigotes y barba negra, y siempre vestía un mono de guerra completamente incrustado de dientes de tiburón. De vez en cuando el capitán aterrizaba en un asteroide. Excavaba por todas partes, arrojaba bombas, destruía todo lo que hallaba a su paso en busca de uranio, sin preocuparse por saber si en el asteroide había vida o no.

"Si un ser vivo -decía- no tiene dos bonitas tetas, o una pistola cargada, ni siquiera lo tomo en consideración."

Un día aterrizamos en un asteroide próximo a Enceledus, un satélite saturnino. Era un asteroide muy pequeño, todo él de roca blanca, espectral. Me tocó salir de exploración con una patrulla; tenía bastante miedo, era una de mis primeras salidas. Estábamos recorriendo una zona intransitable con los roboperros de búsqueda, cuando mi roboperro levanta la cabeza y señala un agujero en la roca, una caverna. Entro y, bueno, no daba crédito a mis ojos: dentro había un lago natural, bellísimo, con estalactitas altísimas. En el fondo del lago, limpidísimo, se veían estrellas de mar fosforescentes: algunas eran blancas, otras negras, quizás era la diferencia de sexo, no lo sé. El hecho es que por lo menos había doscientas. Llamé a los demás: vino también el capitán, las vio pero no se mostró nada impresionado.

"Son estrellas de mar. ¡Y qué! En la Tierra, bajo el hielo, hay millares. ¿Qué valor pueden tener?"

"Capitán -intenté decirle-, pero éstas viven en un asteroide lejano. Tal vez son diferentes, podrían ser un gran descubrimiento científico."

"¡Basta! ¡Basta! -gritó-. Yo busco uranio, no estrellitas. ¡Cogedlas, tal vez sean buenas para comer!" Y rió despectivamente.

Bueno, no lo creeréis. Aquel animal se las comió de veras, y dijo incluso que estaban buenas. Yo, sin embargo, había escondido unas treinta en un saco: apenas llegué a la astronave las metí en un recipiente con agua y las oculté. Pero un día el capitán hizo una inspección y las descubrió. Ordenó que me dieran cien latigazos, pero la cosa no terminó ahí.

Tenéis que saber que el capitán tenía una gran pasión. Le encantaba jugar al ajedrez y, por uno de esos misteriosos vínculos que unen la maldad con el genio, era muy bueno. Nadie, en muchos años, había conseguido derrotarle, ni el ordenador de a bordo. Pues bien, el capitán vio las estrellitas blancas y negras, y decidió hacer con ellas un tablero único en el mundo. Sobre cada estrellita blanca colocó una ficha blanca, y lo mismo hizo con las negras. Y luego las montó en un gran tablero de huesos de oso, y debo decir que el resultado era realmente espléndido: la fosforescencia natural de las estrellitas hacía que el tablero pareciera mágico. Pero yo noté inmediatamente que, fuera del agua, las estrellitas iban perdiendo color y se ajaban, morían, en pocas palabras.

Una noche me levanté de la litera y entré a escondidas en el camarote del capitán. Me acerqué al tablero, con la intención de robar las estrellitas y ocultarlas, o por lo menos reanimarlas con un poco de agua. Pero el capitán, que era astuto y suspicaz, había instalado en el tablero una señal de alarma. Apenas sonó la alarma, saltó de la cama y gritó: "¡Maldito mozo! ¡Es tu segunda insubordinación! ¡Esta vez acabarás nadando en el espacio!"

Me encerraron en el calabozo. Sabía que mis horas estaban contadas. El código de navegación espacial establecía que el capitán García tenía derecho de vida y muerte sobre la tripulación. Sin embargo, aquella noche, yo no sentía ningún dolor por mi muerte: no hacía más que pensar en la lenta agonía de esos seres, reducidos a piezas del tablero del capitán.

A la mañana siguiente, García en persona vino a abrirme la puerta de la celda. Reía, y yo sabía que aquella risa anunciaba alguna nueva crueldad.

"Querido De Leon", me dijo, "¡eres realmente afortunado! Tus compañeros te quieren, y han insistido mucho para que te diera una última oportunidad. Y he decidido dártela, ¡qué diablos! ¡Te perdono la vida! ¡Con la condición... de que tú... ja, ja... me derrotes al ajedrez! Si gano yo, te mataré de la manera que me parezca. Si ganas tú, serás tú quien me mate. ¿No te parece una competición equilibrada?", y García me guió un ojo.

No era una competición equilibrada. El capitán sabía perfectamente que yo apenas conocía las reglas del juego, mientras que él era un maestro. Había montado esa comedia, porque algún amigo de la tripulación había implorado valerosamente clemencia para mí; con esta macabra farsa quería reafirmar su poder, y reírse de nosotros. Ordenó, en efecto, que toda la tripulación presenciara la partida. Nos sentamos ante el tablero, y él, bebiendo su habitual pinta de ron, dijo con una mueca: "¡Bien! ¡Mueve tú primero! ¡Te doy una última ventaja! Ahora estás cerca de tus estrellitas, ¿estás contento? ¡Pero mira qué gracioso, serán precisamente ellas las que te llevarán a la tumba!" y siguió riendo.

Miré el tablero, y los rostros entristecidos de mis amigos. No sabía qué hacer. Estaba a punto de decir, vale, basta de esta payasada, máteme enseguida y acabemos de una vez, cuando descubrí que una de las estrellitas, el peón de reina, se movía ligeramente. Sólo yo podía verla, porque los demás estaban alejados de la mesa y el capitán no tenía buena vista. Con gran estupor por mi parte, vi que la estrellita empezaba a moverse hacia la casilla que tenía delante. Instintivamente, acompañé su trayecto con la mano. Miré si alguien se había dado cuenta de lo que había sucedido. Nadie, ni siquiera el capitán García, que eructó ruidosamente y dijo: "¡Bien! ¡Buena apertura! ¡Peón de reina! ¡Has movido rápido, muchacho! ¿Tienes prisa por morir?" e hizo su jugada con las negras.

Cuando vi temblar la segunda estrellita, también un peón, se me ocurrió una idea increíble. Pero solo al cuarto movimiento, cuando la estrellita del caballo tembló y me indicó claramente con una de sus puntas que avanzara hacia la izquierda, entendí lo que ocurría. Casi me desvanecí de emoción. ¡Las estrellitas PENSABAN! ¡Y no sólo eso, sino que en los pocos días que habían sido utilizadas en el tablero, habían entendido el juego del ajedrez, y estaban jugando por mí! ¿Con cuánta inteligencia? Con mucha, como fui entendiendo, a medida que la partida proseguía, por la expresión del capitán García. De la carcajada inicial, había pasado a una risita preocupada, que no tardó en ser histérica. Como buen jugador que era, se daba cuenta, jugada tras jugada, de que le estaba atacando con enorme habilidad.

Me miró a los ojos, con miedo, cuando la estrellita alfil guió mi mano deslizándose a una posición de ataque a la reina negra. Hasta mis amigos acabaron por notar que estaba ocurriendo algo extraño, porque les oía susurrar, y me hacían señas a escondidas de que no aflojara. El capitán comenzó a sudar y a pensar detenidamente cada jugada. De vez en cuando movía la cabeza, como para alejar el pensamiento de que aquel joven mozo pudiera realmente jugar como un gran maestro... no, me parecía leer en su cerebro, no, le guía el azar en una serie increíblemente afortunada de jugadas, pero antes o después cometerá un error de principiante, pues eso es lo que es.

Pero a la jugada número veinte, un ataque de reina, García se dio cuenta de que yo estaba jugando realmente a su nivel. Comenzó a temblar: no conseguía entenderlo. Palideció, mientras le comía alfil y torre. Las estrellitas, implacables, le atacaban por todos lados. A la jugada treinta y seis, descubrió que estaba casi perdido. Me miraba con terror: comprendí que más que la derrota y la probable muerte inminente, le corroía una pregunta: ¿qué está sucediendo? ¿Cómo ha conseguido vencerme? ¿En qué me he equivocado? En ese momento, decidí mostrarle la verdad. La estrellita de reina tembló. Yo no la toqué. Se desplazó sola, recorrió dos casillas, se detuvo. Era un estrepitoso jaque mate de reina, caballo y torre, una jugada magistral.

El capitán García palideció. Comprendió inmediatamente. Se levantó de golpe del tablero. Miró una vez más la estrellita. Con un grito, huyó a su camarote. Pocos instantes después, se oyó un disparo. Se había matado. Así terminó el terrible capitán García. Las estrellitas, después de estar demasiado tiempo fuera de su elemento natural, murieron todas durante la noche. No antes, sin embargo, de haber salvado la vida a la única persona que las había tratado humanamente. Porque humanas eran, si es que, en estos tiempos, este adjetivo tiene algún valor.

***
De nuevo anarroseo maravillas para que tengáis algo más interesante que mirar en Nochevieja que la tele casposa y el cuñáo achispaíllo (2007: Simmetry becomes it, de Alan Moore; 2008: Tema del traidor y del héroe, de Borges). Por segunda vez (puede que recordéis la historia del padre Mapple) vuelvo a sablear "¡Tierra!", de Stefano Benni.

No diréis que no tenéis lectura.

2 comentarios:

  1. Anónimo11:23

    Bravo! Hacía mucho que no leía un relato que me conmoviera tanto. Me ha gustado de principio a fin y yo no lo hubiera podido hacer mejor.

    Un saludo!
    (Con el punto de experiencia he subido ya de nivel? :P)

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  2. Me ha encantado. Llevo leyendo sin parar desde hace dos días y creo que voy a parar si no quiero que me despidan. Por lo que veo en el archivo, no hace falta animarte para que sigas escribiendo :)

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